viernes, 5 de noviembre de 2010

Aquí vengo con mi miel...

El día que entré en aquel cuarto con un botecito de miel y una velita, pusiste cara de interrogación, te recuerdo muy bien. “Yo cosas raras no hago”, me dijiste...

No sé si te va a parecer raro, te dije, pero sé que te va a gustar.

Encendí la vela y dejé caer mi blusa en aquella cama a ras del suelo, así como nos gustaba tanto tenerla. Luego el pantalón, a continuación el brassier y así hasta quedar libre de todo lo que no necesitamos.

Me veías con expectación acostado en la cama, vestido y con la miel al lado de tu cabeza, y tus ojitos brillando de deseo, esa nariz siempre recta apuntándome y pidiéndome tenerme cerca.

Me acosté a tu lado y te quité la camisa. Ahhhhh esos brazos largos, me abrazaron de esa manera que siempre lo has hecho, me abarcás, me hacés desaparecer en tu pecho... Y así.

Te di vuelta y dispuse tu espalda a mi disposición... rayito de miel iluminado cayendo a lo largo de tu columna vertebral seguido de tu ahhhh silencioso. “No te preocupés, ya te la voy a quitar”, te dije... Y oí tu risa que a estas alturas entendía bien cómo iba a suceder eso.

Empecé despacito desde la parte baja a comerme la miel del huequito de tu columna, entre lengua y boca, aquello sabía delicioso con tu piel. Necesitaba más, mi ansia crecía y te puse más, te comí toda la espalda y te rozaba mis pechos de vez en cuando para no dejarte olvidar a qué sabe mi piel. Llegando al cuello me detuve, eso es parte de otro momento. Te quité el pantalón y el resto de piezas inservibles.

La miel entonces endulzó tu vientre, ese espacio justo antes de donde guardás la vida, que te da cosquillas y nervios y te excita tanto. Sin poder levantar la vista, seguía escuchando allá arriba tu risa cómplice con mi boca. Una vez aterricé en tu parte más excitada, toda mi boca sabía a dulce, y creo que a vos también te supo a dulce mi lengua.

Cuando por fin levanté mi rostro y vi el tuyo iluminado a la mitad por la tenue vela, tenías los dedos llenos de miel y tu expresión había cambiado por completo. “Quiero ver qué tan dulce podés llegar a saber”, me dijiste y mis pechos quedaron marcados con tus huellas amarillosas y pegajosas. Lo que vino a continuación era bastante parecido a lo que yo acababa de hacer. Está bien, no tuve ningún reparo en que replicaras mi técnica, fue la mejor conclusión que pudiste sacar de mi ritual.

Una vez satisfechos los dos, apuesto a que no te esperabas que te pidiera que me acompañas a quitarnos los restos de miel a la ducha... ¡je!

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